Saturday, September 30, 2006






LOS LUGARES FURIOSOS

Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras.
Vamos a contar una mentira preciosa. Tralará. La mentira con la que vivimos los muertos que aún tenemos en la boca el sabor del asfalto, que no se quita por mil enjuagues de margaritas y flores de miel que practiquemos en la clandestinidad. El sabor del asfalto se parece al sabor del sudor, es ácido y pegajoso, pero le falta el consuelo de la piel. Es el sabor de un sudor sintético y de nadie que se queda sellado en las muelas y en la lengua de quien aún la conserve entera. Es el único sabor que nos queda como recuerdo, por mucho que algunos presuman de mantener un raquítico recuerdo del sabor a paella o del sabor a sugus de fresa. No me lo creo. A nosotros la boca sólo nos puede saber a asfalto, y a lo más, a tierra, a goma o a aluminio. También podría añadir a sangre, claro, porque una vez fuimos sólo sangre desperdiciada que quiere beberse a sí misma para no agotarse, pero es que la sangre y el aluminio resultan iguales al paladar.
Vamos despacio, vamos hacia la mentira más bonita que se nos ha ocurrido para salvarnos del ridículo de nuestra muerte. Pero despacio. Vamos despacio, que nosotros ya no sabemos ir deprisa, como el tipo que ya no puede oír susurros después de que un saxofón le cante jazz al oído. La velocidad ya nos ha sobrepasado, está en otra órbita, en la primera capa de los caminos, en la epidermis de las carreteras.
Y nosotros estamos debajo. No hay velocidad, no hay movimiento, no hay respiraciones ni juego de luces. Hasta aquí sólo llegan los olores, que es la marca más persistente que puede dejar el ser humano. El hombre vivo apesta a sus olores, a los naturales y a los artificiales a partes iguales. Los lleva encima y los tira como piedras o los regala como joyas y viceversa. Yo sólo sé que hasta aquí me llegan todas las esencias de mis vivos y no tengo otra cosa.
Huelo a flores. Dos tipos de flores enfrentadas. Las flores que nacen de la tierra y las flores que nacen de las fábricas. Huelo las dos a la vez. En invierno sé distinguirlas perfectamente, sé qué proporción de cada una de ellas han dejado en mi cuneta y en qué orden las han distribuido. Sólo el verano me despista. El verano en muerte es tres veces más pesado que en vida. El sol se ensaña con todo, con lo de arriba y lo de abajo, y lo quema o lo hierve sin remedio, como hace con nuestras coronas florales. Algunas mañanas insoportables de agosto he sentido cómo las flores de plástico cuecen, haciendo pompas, y se convierten en magma hortera que devora los pétalos naturales y el mosquito azul que duerme en ellos. Nuestros altares terminan algunas noches convertidos en montañas de plástico sobre las que se caga un grillo o una liebre.
Por el mar corre la liebre, por el monte la sardina. Está claro que las mentiras tiene un sonido mucho más musical que las verdades. Incluso, las mentiras preciosas regulan los decibelios de preguntas chirriantes como: ¿Para qué hemos muerto?
¿Para qué has venido hasta aquí? Para verte. ¿Para qué has traído esto? Para que te lo pongas. ¿Para qué has cerrado los ojos? Para acordarme de cómo te quedaba. ¿Para qué has muerto?
Yo me contesto: para ser sitio. Y me suena armónico y calmante. Suena mucho mejor que el silencio, o que una oración por nuestro alma o que el llanto ignorante de nuestra madre. Eso no son respuestas. Eso deja la pregunta abierta y cortante como las latas de sardinas. Es necesario responder a todas las preguntas para poderlas cerrar.
¿Para qué hemos muerto? Para ser paisaje y recuerdo. Hemos muerto porque las carreteras no soportan ser tan feas y han querido secuestrar nuestros cadáveres a sus cunetas. Nuestros cuerpos tirados en el asfalto son frutos suculentos a los que acuden todas las hormigas de nuestra familia. Y traen hasta nuestro sitio sus ramos de flores, sus cruces de madera tallada, sus vírgenes celestes, sus fotografías, sus colages que dicen no te olvidamos, sus cartas de amor que dicen no te olvido…
Las carreteras no son malas. Simplemente están solas y tienen hambre, como muchos otros lugares que el hombre arrincona sin ninguna explicación. Son sitios caprichosos o sitios acomplejados. Algunos son sitios que una vez recibieron atención continua y hasta cariño y ahora se sienten esqueletos olvidados. A los sitios que se quejan nosotros les llamamos los lugares furiosos.
Son trampas imantadas para atar al hombre o a lo que queda de él después de su muerte, o sea, a su recuerdo. Hay muchos lugares furiosos donde caer. Un lago que no ha tenido la suerte de nacer con patos y sólo tiene plancton. Un pozo ruinoso, abundante en agua verde que nadie bebe. Cualquier alcantarilla. Todos los vertederos y todas las carreteras.
En ellos hemos caído nosotros. Somos atrezzo de todos los sitios que lloran por feos y que matan por soledad. Los sitios quieren estar acompañados, quieren que el hombre vuelva a ellos y no se encierre en sus no-lugares que llena de sus no-cosas. Un lugar es un cuenco formado de espacio y tiempo destinado a ser recargado de símbolos, de acontecimientos, de voces, en fin, de las cosas que suceden. Pero los vivos ignoran premeditadamente los lugares difíciles u obscenos. Huyen a los habitáculos cómodos, donde no hay recuerdos, o acaso, recuerdos seleccionados y prediseñados. Y así consiguen que las cosas pasen sólo en una ínfima parcela de los mapas, dejando desiertos los lugares furiosos que ahora nos están llamando.
Los cementerios son el colmo de esta reclusión. Una memoriateca común. Una colección descomunal de muertos de todo tipo donde se apelotona la memoria de demasiada gente. Es lo contrario de un sitio furioso. Nadie muere en un cementerio, o mejor dicho, a nadie le mata un cementerio, porque allí ya hay sobrecarga de flores.
Un cementerio es la reunión de altares más artificial y obscena que se pueda imaginar. La gente muere en el sitio donde debe morir, y trasplantar el cadáver es un exilio muy cruel. Pero sé que no hay otro remedio. Y me resigno a que mi cuerpo esté separado de mi memoria. No sé dónde me han enterrado, pero sé dónde esta mi recuerdo, o sea, donde estoy yo ahora.
Estoy en esta cuneta desde la que hablo. Estoy en la curva donde mi madre cambia las flores una vez por semana. Le gusta traer las de temporada: gladiolos y begoñas en verano y tulipanes en primavera pero a medida que pasa el tiempo recurre más a la economía de las vegetación industrial. La flor artificial para ella no es una vergüenza, es un alivio y una recreación. Las flores que se compran llevan gotitas de pegamento que imitan un rocío permanente, y no tienen que responder a la lógica de los colores y los tamaños. Además mi madre trae con frecuencia las fotos más bochornosas de mi juventud y velas que imitan frutos que no existen.
La curva donde me maté es ahora el tramo más hortera de la autopista, pero es el único trozo del mundo que siento exclusivamente mío. Para eso he muerto. Vamos a contar mentiras. Este lugar furioso es ahora un lugar forzosamente habitado y exótico. Es un recorte del cuarto de estar de mi casa trasladado hasta la carretera. También es un escenario extravagante de mi muerte, pero es la única manera que se me ocurre de seguir siendo algo.
Somos sitio. Es lo único que tenemos cuando morimos. Un hueco. Un sitio. Nos convertimos en polvo, pero en polvo del sitio, como en las flores del sitio, en la oruga del sitio. No estamos donde hayan guardado nuestro cadáver, estamos donde hayamos malgastado las últimas palabras que suelen ser tan penosas y redundantes como “me muero”.
Yo estoy aquí donde tú pasas cada junio con las colchonetas de la playa. Como ahora John Lennon está en un portal con olor a lejía, Virginia Woolf está sosteniendo la respiración debajo del río Ouse, o como está a cinco metros de mí la nueva chica que estrelló su Renault la semana pasada.
Ella aún llora. Yo por la noche le canto ahora que vamos despacio vamos a contar mentiras. Ella no se sabe esa canción ni lo que significa. Ella sólo llora. Yo ya le he dicho que se calme, que somos sitio, que sus flores y las mías están dejando un paisaje precioso. Me ha dicho que me vaya a la mierda, que me coma las flores, que ella tiene calor y que ese sitio le pica como una ortiga, como un animal furioso.



Texto publicado en OjodePez #07

Fotografía: Juan Santos