Monday, April 10, 2006


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Manual de ayuda para aspirantes a cosas

Caso 1.


Podrías haberme despertado de una siesta con dos rotuladores, púrpura y negro, coloreándome las fosas nasales a cuadros y puntos, cuadros negros y puntos púrpura. Hasta que tu geometría fuera mortalmente precisa y no me dejara huecos para respirar. Y estornudara tinta roja y sangre púrpura podrido. Yo no me hubiera enfadado. Podrías habérmelo pedido. Allí mismo te hubiera cambiado los ojos de color, rellenando de dentro a fuera y sin salirme. Pero todo púrpura. El negro no es para los ojos; el negro en los ojos es una injusticia que no te quiero regalar. Me gustan sólo púrpura aunque no sepa lo que es el púrpura. Yo me fiaría de tu nuevo púrpura como tú siempre te has fiado del púrpura de Liz Taylor aunque salga en los periódicos.
Yo te hubiera coloreado la vista a tu gusto. Y otro día, y si nos pusiéramos, tu gusto a tu vista, y tu tacto a tu oído, y tu oído a tu oído. Nunca me ha dado miedo manipular leyes sensoriales. Yo soy una manipulación de ese tipo.
O podrías haberme acorralado en la cocina con un cúter, pidiéndome que te cortara el pelo que aún no te ha nacido. Porque sé que te molesta el futuro: el pelo ulterior, el de debajo de la piel, el musgo agazapado entre el cráneo y el pellejo que planea ser un rizo grande o tres rizos pequeños.
Yo te hubiera rajado la cabeza a tientas, con el gustito de tirar de una brecha en el escai de los sillones hasta pelarlos. Te hubiera peinado el cráneo (oliéndolo) y hubiera podado al cero el futuro que tanto te pesa.
O, o podrías haberme prometido en el recreo un trocito de jamón para engañarme, y atarme la lengua con un sedal y su anzuelo y pedirme que te pescara la campanilla con un beso profundo, un beso de buzo. Yo no acierto a besar bien entre los labios. Sabes que beso mejor la explanadas: espaldas y pechos. Pero lo intentaría. No todas las bocas son el mismo lago. Yo he terminado aprendiéndome las profundidades de la tuya, tus socavones, tus pozos ocultos y tu fauna dental. Creo que hubiera sido fácil llegar al fondo y anclar el hierro en la campanilla para hacerla repicar (replicar) ne me quite pas y que gritaras un poquito de dolor.
Pero llegaste llorando plastilina azul. Te hincaste en el suelo sobre dos tiritas, dos balsas, dos alfombras sagradas. Y me rezaste: “Ave María”, intuyendo al momento que ave no podría ser nunca mi sobrenombre y que era preferible invocarme con otro título animal: “Pez María, necesito que me ayudes a mutar: quiero ser un oso. Un oso inmenso como el de tu cama. El oso más inmenso.”
Yo te dije que no con el pelo. Con histeria en el pelo. Toda la melena en mi cara, un huracán caoba te dijo que no. (Me han dicho que tengo el pelo caoba y no sé qué es eso). Pero tú sollozabas y decías porfavorpor favor porfa vor. Y tirabas de las medias bordadas de tu virgen María sin saber que eso es un sacrilegio. Pero las nuevas vírgenes ya no computamos sacrilegios de ese tipo: me dio igual que me zarandearas hasta hacerme daño o que dijeras putazorra mientras me llenabas de babas los zapatos.
No encadenado de no y de no, no, no, era lo único que te respondía. Cómo desesperan los monosílabos. Lo sé. No me lo digas. Te vía dar golpes a la tierra, clavarte piedrecitas en los nudillos y gritarme que fuera piadosa. Pero pedías un favor inmenso para una piedad tan limitada como la mía. No, no y no a un privilegio como ser el nuevo oso de mi cama. ¡Cambiar mi oso azul por tu piel pecosa! ¡Dejarte ser mi oso de dormir! Mis cervicales potentes siempre han sido una máquina para negarme a las barbaridades.
Y hubiera sido una negativa invencible, infinita como la de un péndulo, si no hubieras recurrido a la amenaza del hombre primitivo: la amenaza del fuego.
Quemarías mi oso si no te dejaba suplantar su papel. Entonces se me atascaron las cervicales y la firmeza. Las camas no pueden sobrevivir sin un oso, creo que se secan, se quedan desiertas e incómodas para siempre y no hay quien vuelva a dormir en ellas. Mi necesidad de osos fue tu estrategia para mutar y dejar de ser un hombre. Porque odiabas ser el hombre que eras y preferías ser una cosa. Me dijiste que a veces a las cosas se les quiere más que a ciertos hombres.
Sin duda. Cualquier peluche era menos despreciable que tú. Y como lo sabías, me obligaste a ayudarte en esa simbiosis tan peligrosa.
Tenías todo preparado. Pero es que todo era un cúter y una aguja con hilo grueso. Nada más. Subimos a mi habitación, me guiaste hasta la cama (en la mano me hacías caricias circulares) y dijiste: siéntate enfermera. Me dejaste esperando y cantabas una canción como de guerra. Al instante noté el peso de mi oso gigante sobre las rodillas. Aún sentado sobre mí, su barbilla de felpa quedaba a la altura de mi frente.
Mi oso era enorme para ser un objeto y tú eras minúsculo para ser un hombre.
Vuestra desproporción era una alianza.
Dijiste: abrázale y sujétalo fuerte. Apoyé la cabeza en el pecho sintético y oí el rugido del cúter apuñalando la tela por la espalda. Metiste la mano dentro para vaciarlo. El oso se desinfló y suspiré asesinocabrón muy bajito y con los dientes pegados. Apreté el cadáver contra mí y tú seguiste hurgando dentro. Le quitaste casi toda la espuma, hasta dejarlo en un trapo con extremidades que yo no quise soltar.
No volviste a sacar la mano fuera del oso. Repasaste con ella todo el reverso de la tela, hasta meter el brazo derecho entero en el antiguo brazo derecho del oso. Y me acariciaste el cuello y los pechos con él. Luego hiciste lo mismo con el brazo izquierdo. Y con ambos me diste el abrazo menos violento del que eras capaz.
Casi me estrangulas.
Al final me besaste a presión, con un beso nuevo que no era del tipo “labios más labios”. Un beso animal e incómodo: “labios más morro”. Un espanto imperdonable. Porque tu boca estaba ya dentro de la del oso. Y sabías a Mimosín y a pelusas. Pero tú creías estar más cerca de la perfección y dijiste: tu nuevo oso te sabe besar mejor, ya estoy naciendo.
Cuando habías conseguido meter las piernas en el muñeco te tumbaste en la cama y me llamaste a gritos. Debías estar boca abajo, la cara falsa sepultada en la almohada, o hablabas desde lejísimos, desde dentro de las cavernas interiores del colchón, amordazado con kilómetros de tela.
Sé que gritaste: Cóseme.
Yo entendí: Cógeme. Al intentarlo, lanzaste al aire una primera patada de furia que me rozó la nariz. La patada decía: error. Te insulté con los labios. Y a la segunda me metiste el talón en la boca.
Te odié tanto que hice lo posible por entenderte bien y seguir todas las instrucciones perfectamente. Por una vez te merecía mi eficacia.
Dijiste: Cóseme.
Yo no sé si entendí: Cóseme, Ciérrame o Mátame.
Las tres órdenes eran la misma.
Me clavaste la aguja enhebrada en el centro de la mano. Mano y no mariposa. ¡Mi mano no es una mariposa tropical! Yo quiero mi carne de mujer y no de bicha y menos de bicha que se caza. Eras tú el de la aspiración animal, el de la nueva espalda abierta con la antigua espalda huesuda asomando todavía. Te retorcías y me llamabas. Cerré la raja y cosí primero a puntadas grandes. Me pinché los dedos varias veces. Tu decías: enfermerita, te quiero. Y yo te odiaba más y cosía cada vez puntadas más pequeñas y furiosas. En el hilo apretado (apretadoapretadoapretado) iban mis insultos comprimidos y creo que también la frustración de estar matándote por una orden tuya. Qué difícil es hacer daño a los locos.
A trompicones de hilo y espuma, a pesar de querer parar porque parar era tu fin (fin es igual a final y a propósito), había terminado de encerrarte. Toda tu nueva espalda, tu espalda osuna, tenía en el medio una cordillera con forma de cicatriz. La última puntada la di siete veces en el mismo sitio (o setenta o setenta veces siete) hasta dejarte un mendrugo de hilo colgando en la rabadilla.
La repasé con el dedo y cuando llegué a la nuca (no sé si los animales tienen nuca) te dije: ya.
No contestaste, claro. Ya no sabías español ni la lengua pi. Ya no me podías decir ni Muchas gracias enfermerita ni Mupichaspi grapicipiaspi enpiferpimepiripitapi. Sólo podías estar sentado allí a mi lado mirando al frente. Los fonemas eran una antigua herencia, una antiquísima carga tan humana y apestosa como los humanos apestosos. Se debían quedar encerrados en la boca del estómago como todo lo no propio de osos que comiste por última vez: las patatas jamón jamón, las nubes de golosina (que quemadas que dan cáncer), la butifarra, la pasta de dientes de plátano, los canelones congelados y tus uñas y las mías.
Por tanto ya no dijiste nada. Y yo no tuve ningún reproche que dispararte.
Con los animales no se habla. Es de locos o de solteronas.
A los animales se les da de comer en una lata, y se les dice sit, y se les putea con un cigarro para que simulen fumar. A lo mejor tú todavía no habías olvidado del todo cómo se fuma tabaco negro, porque tú, minutos atrás, habías sido un fumador de concurso. Así que me encendí uno de tus cigarros y te lo llevé al morro, aunque sabía que estaba cerrado. No hicimos otra cosa durante unos minutos que esperar sentados en la cama a que se consumiera solo. Cuando la brasa quemó el filtro te desplomaste hacia delante y entendí que habías muerto de asfixia.
Guardé la colilla en mi cajita y llamé a la enfermera.

1 Comments:

Blogger Yo said...

oiga me gusto el texto va de lo riko a lo cierto efimero,pero se sostiene. saludos

6:28 PM  

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